sábado, 1 de junio de 2013

Película: Tideland
Año: 2005
Director: Terry Gilliam
Interpretación: Jodelle Ferland, Jeff Bridges, Jennifer Tilly, Janet McTeer, Brendan Fletcher
País: Reino Unido, Canadá. 
Género: Drama Fantástico

Fascinado, asqueado, derrotado, conmovido, sublimado, insultado: así me sentí. Todos esos adjetivos convienen y haría falta alguno más a capricho del usuario de la rareza que le colocan en la pantalla. Porque Tideland es un exabrupto, un ejercicio de independencia total que arrastra con todas las consideraciones morales para formular algunas cuestiones sobre la vida y sobre la muerte, sobre la realidad y sobre la rutina. En ese camino discursivo Tideland asquea y asombra a partes iguales; y uno, muy suelto ya en provocaciones, reconoce que le han pillado desprevenido y que haría falta una reflexión más serena si no deseamos caer en lo más sencillo, que sería negar el magisterio plástico, el desparpajo fílmico (hay aquí cine de muchísima altura) y quedarnos únicamente con lo visible, con la letra pequeña de esta pequeña joya, con el dibujo hiperrealista de Jeliza-Rose, la protagonista absoluta del film, la hija de dos toxicómanos terminales, a los que cuida, mima y abastece de alucinógenos . Esta especie de Alicia lisérgica, tutelada (es un decir) por dos yonkis en continuo consumo de heroína decapita toda pequeña posibilidad de empatía emocional y nos construye un universo de juguetes rotos y de improbables emociones infantiles que va mezclando lo onírico con lo real hasta que el conjunto exhibe su verdadero tono, que oscila entre lo perturbador o lo demencial o lo insoportable o lo lírico o lo hipnótico o lo fascinante. En esta compleja red de emociones bascula Tideland y no es posible (al menos yo no he sido capaz de mirarla sin la previsible contaminación de mis prejuicios) advertir toda su hermosura y su fantástica plasticidad sin que un ramalazo de pudor nos susurre al oído las inconveniencias de dejarnos arrastrar por tan peculiar artefacto. Gillian tal vez se ha censurado toda rémora de su brillante pasado narrativo y se ha arrogado el don más inherente a un creador: la libertad. Justo la libertad a la que ningún cineasta puede rendirse con plenitud por el bozal de las compañías y por el catón fabuloso de la caja registradora. El espectador, el público, si se le asfixia en exceso, patalea y sale pitando de la sala. Hay que tener una buena cobertura de grasa en el estómago para que las ideas aquí formuladas no acaben ingresando en el torrente sanguíneo de modo que Tideland nos afecte más de lo que debería. La visión de una niña sobre la realidad hostil de los adultos, sobre su infierno más doloroso, remite a Alicia en el país de las maravillas, pero Gilliam embota la sensibilidad de la niña entusiasta y traviesa y la coloca en la zozobra absoluta de un mar de jeringuillas y de asco; repele todavía más cuando advertimos que son los padres (los creadores de la criatura) los que celebran su orgía continua sin atenderla (en ninguna circunstancia, bajo ningún concepto) como cualquier niña de diez años merece. Si el amable lector de esta página de cine desea sentir transgresión y ve en saltarse los tabúes sociales una buena forma de echar una tarde de domingo puede penetrar en la imaginación intoxicada de este autor inclasificable, genial y deprimente, a la altura del talento más salvaje y también desprovisto de la grimosa visión del cine comercial de Hollywood, que sobrepone el punto de vista ético y el cuidado en las formas y en las ideas antes que la disfunción y la proclividad excesiva al riesgo y a la demolición total de todos los pequeños logros que hemos ido arrojando al vasto saco del cine como testigo de la Historia y pieza maestra de su evolución. Hay aquí la suficiente obscenidad como para saltarse la recomendación de que debemos verla: yo así lo pienso. Hay en Tideland poesía aunque quizá la responsabilidad de Gilliam ante su propia convicción de estar al margen de la industria haya convertido esa poesía en un falso inventario de imágenes poderosas, de fogonazos intensos de lirismo (la casa abandonada) o de muy sugerentes brochazos de surrealismo (la vecina apicultora en medio de la nada), y haya perdido credibilidad, convirtiendo su película en un farragoso y estimulante pedazo de su ingenioso cerebro. Imposible no traer a esta reseña la figura de un Jeff Bridges sobredotado para ser actor y capaz de componer registros inconmensurables sin caer en las trampas de otros que, siendo excelentes actores también, recurren a histrionismos, a forzamientos. El padre yonki (que es el segundo en caer tras un viaje definitivo) está poco en pantalla, pero la llena con creces y su imagen, en el sofá, narrando las acrobacias mentales de su ministerio tóxico, duran en la memoria y hacen que no podamos imaginar (ése es el triunfo del actor) a nadie más en su piel.

Fabián Requena




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